jueves, 11 de mayo de 2017

"Hay un espectáculo más grande que el del mar, y es el del cielo; hay un espectáculo más grande que el  del cielo, y es el interior del alma” - Victor Hugo
“¡Nada es tan mío como lo es el mar cuando lo miro!”  - Elías Nandino

ACANTILADOS

Hay veces que uno intuye de antemano que un momento puede convertirse en un recuerdo agradable y perdurable en el tiempo. De hecho, soy uno de esos que andan a la caza de momentos excelsos cuando paseo a solas por la naturaleza. Mi instinto enseguida me dice donde uno puede dejarse seducir por el entorno, es decir, donde debe uno quedarse quieto, respirar y pensar en cómo no pensar, porque lo más genuino de la vida descansa delante, en un simple ahora que no presenta mácula alguna. Las ciudades, donde el ruido constante juega al despiste, no son generosas con este tipo de encuentros, por eso conviene hacer escapaditas, cuando el tiempo es favorable, a pasear por el campo, y si no se puede, por parques o playas. Dónde sea, cómo sea, pero fuera de la efervescente ciudad.
Aproveché un bonito día de mis vacaciones para hacer senderismo por los acantilados de Barrika. La primavera se estrenaba a primeros de abril con todo su potencial. Colores brillantes, profundos. Dejándome guiar por los sinuosos senderos al borde de los acantilados encontré un sitio acogedor, alfombrado de fresca hierba y salpicado de margaritas que se abría como una ventana sin encuadre a la inmensidad del cielo y el mar. Aunque apenas había empezado mi travesía y para nada estaba cansado, no quise perder aquel acogedor lugar. Había que descender unos pequeños escalones marcados por los pies de otras visitas. Por lo visto, no era el único a quien le atrajo el paraje. Así, una vez asentado ahí, pude otear la abundancia azulada del mar y el mismo cielo a plena luz del día despejado hasta el infinito. La brisa era refrescante. El calor amistoso. La luz transparente.
Una vez tomé asiento sobre un pedrusco liso, me quedé pensativo en qué debería pensar entonces. Me sentí igual que un rey que escudriñara sus dominios y luego se dijera así mismo, ¿Qué más quieres? Me encogí de hombros. Pensé que era momento para compartir con quien no tenía, momento para regalar a quien más quería. Aquello era una postal para enviar diciendo, ojalá estuvieras aquí, solo o conmigo. Podría haber hecho uso de las ventajas tecnológicas de hoy en día, enviar un foto a cualquiera de mis amigos, pero por mucho que quisiera nada iba a resultar tan auténtico como la verdad del mismísimo instante que solo tenía un dueño; Yo, el único que posiblemente sabía agradecer el encanto de un paisaje inmutable a través de los siglos.  Además, y respecto a mis amigos, no lo merecen. Ya muchas veces les he invitado a venir y una por otra, al final siempre solo, aunque tampoco tenga gran malestar ni resentimiento por ello. Con frecuencia, he abogado que es mejor pasear a solas. Pienso que todo el mundo debería hacerlo para tomar conciencia de la vida en su estado puro.
¿Por qué es tan difícil hacer entender a los demás esto, que hay lugares que nos revelan la propia existencia como si fuese inmortal? No hay nada que temer. La vida parece detenida en el tiempo. Y aun cuando se pueda mejorar este momento y al final se lo lleve el tiempo, sé que es lo mejor que va a sucederme a lo largo del día, y muy posiblemente de la semana. Eso se me constata no ahora sino cuando pasados unos meses o años me acuerdo de ello. Aquel día, me digo, en que descansé frente al mar iluminado de azul, el bramido de las olas al fondo del acantilado, alguna gaviota ingrávida en la lejanía. Cuánto espacio me cabía en la mirada. Y eso es cuanto quiero llevarme conmigo cuando me vaya de aquí. De esta manera, las reflexiones vienen y van. El resto es simpleza, mi respirar, el sonido, los aromas. Sentirse inmerso en el panorama, ser protagonista y, lo que es mejor, llegar a creer que el cuadro que me asiste me agradece incluso la curiosidad que le concedo.
Tras un largo recorrido de casi tres horas, llegué más tarde hasta la playa de Sopelana, fin del itinerario. Luego en casa, exhausto, me pegué una ducha y una buena cena. Y unos días después repetí, pero esta vez acompañado de una amiga, Bego. Más en forma de excursión, nos acercamos hasta los acantilados de Zumaia, muy reconocidos por sus paredes laminadas, el “flysch” que llaman. Las formas rayadas que forman las alturas de los acantilados y el suelo rocoso que descansa en la playa son un espectáculo extraño. Su rareza reside en las distintas capas que se fueron formando en el suelo de los océanos hace millones de años y que tras varios cataclismos continentales emergieron a la luz de la superficie terrestre. Ahora lucen a vista de todos unas murallas que semejan hojas gruesas de libros milenarios, épocas del pasado, unos 10.000 años por capa. Todas contienen elementos micro-fosilizados que narran los distintos cambios biológicos y ambientales a través de sus contenidos estratigráficos, señales geoquímicas, que tuvieron lugar millones de años atrás.  Las capas duras corresponden a periodos fríos y las capas blandas a periodos cálidos, por lo que sé.
A pesar del eficaz recorrido que hicimos por la playa y sus rocas, junto con la visita al pueblo, yo me he quedado con las ganas de volver para alejarme por las alturas de los acantilados yendo hacia Deba. Las variadas campas de abundante verde que ondulaban en la distancia y rincones frondosos de arbusto, me incitaban a seguir caminando, pero habría resultado demasiado cansino, no solo para mi amiga, que me convenció de desistir, sino también para mí, que ya habíamos empleado gran parte del día andando, y también confesar, que yo ya no soy un todo terreno.  -AllendeAran











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