lunes, 29 de mayo de 2017

"...como un naufrago ahogándose a la vista de islas maravillosas, en aquellos mismos mares dorados de violeta de los que en lechos remotos había verdaderamente soñado."  - Fernando Pessoa
"Por más que poseamos un sueño, nunca se posee un sueño tanto como se posee el pañuelo que se tiene en el bolsillo, o, si se queremos, como se posee nuestra propia carne." -  Fernando Pessoa
LA IMPOSIBILIDAD 
DE TODO

Hace unos pocos días una amiga me dijo que la vida te invita a sentir múltiples experiencias bellas. Y le respondí, “Sí, la vida invita a muchas cosas pero al final acabas pagando tú” Le gustó el comentario y me gustó que ella lo entendiera, porque al igual que yo, ella también recibe los latigazos que muchas tentaciones nos azotan a diario, tentaciones que, por ser inconclusas, nos dejan frustrados y tristes. Hay muchos deseos evaporados en la nada, mucho querer y no poder.
Lo que esto empezó siendo un blog dedicado a los encantos de la naturaleza puede girar, de vez en cuando, en confesiones que (sin escaparse de la naturaleza) revelen la oculta verdad de una despiadada vida que mucho invita a degustar, pero a qué precios. Ves la foto de un monte abrupto al atardecer y te dices, “Yo quiero estar ahí”. Ves la foto de una cala azul en las costas perdidas del Mediterráneo, lo mismo, “Yo quiero estar ahí”. De cielos con incontables estrellas en noches glaciares, igual, “Quiero estar ahí” Pero nada de ello se va a cumplir. Sabes que no será posible, a no ser que sacrifiques del todo tu rutinaria y acomodada vida. Ese contrato social que hemos firmado. Todo está demasiado lejos y por todo se paga con dinero y esfuerzo. Se necesitan tantos preparativos para alcanzar ese gran momento que al final la desgana puede con las ganas, "sí, sería ideal pero…” De estas querencias, sueños fugaces, no se libra nadie, y vienen a agredir nuestra tranquilidad a lo largo del día no pocas veces.
Sin embargo, tengo que admitir que algunos sí que parecen haber tenido suerte y pueden contar fabulosas aventuras con las que otros se deleitan al leerlas o verlas en documentales, bien sentaditos en el sofá de sus casas. Algunos han ganado medallas, triunfos y fama, mientras otros, la mayoría, pasarán por la vida sin pena ni gloria. Nadie hablará de nosotros cuando hayamos muerto, reza el título de una película. Y no es de la fama de lo que precisamente estoy hablando, sino de un triunfo, el que sea, pero un triunfo que satisfaga con holgura lo que con tanto denuedo se desea en ocasiones especiales. Cosas de las que uno se enamora. Eso que de llegar a poseerlo con el corazón podría entenderse como la plenitud de la vida, eso que da firmeza, alegría y seguridad, aunque no dure eternamente.
Porque mira, yo soy uno de esos que envidia todo lo que otros hacen. Envidio a esos entusiasmados viajeros que se recorren el mundo a pie o en bicicleta con cuatro céntimos en el bolsillo, aprovechándose de la buena voluntad de la gente. Envidio a esos que suben montes y aguantan ventiscas, escaladas peligrosas, soles de justicia. A esos que bucean, a los que hacen snow-board, surf, mounting-bike, en definitiva, a todos esos que toman acción y se involucran en el escapismo real, la velocidad, el vértigo. Gente audaz que le planta valor a la naturaleza salvaje. Sin embargo, he llegado al convencimiento de que no valgo para eso, ya por educación urbanita, ya por cobardía, o porque así me lo han planteado las circunstancias que me han encauzado por estos obligados caminos desde la infancia. En fin, que me sobran excusas. Pero bien pensado algo tendré que haber ganado desde mi cómoda postura sentado en el sofá. Porque a decir verdad, la mayoría de esta gente intrépida no toma conciencia del sentimiento romántico que su pasión deportiva podría conllevar.
Asumo entonces, que yo pertenezco más al tipo de acción kantiana, filosofía restringida a su lugar de nacimiento y que de ahí ya no se mueve. Tal como hizo Kant durante su vida, que nunca salió de su pueblo, Königsberg, y mira tú, ha pasado a la historia como un filósofo ejemplar. O quizá sea más del tipo Pessoa, aburrido a ganarse la vida como contable en una oficina sombría, pero que su extraordinaria sensibilidad le condecoró de medallas. Sea como fuere, a mí la vida me sigue pinchando con tentaciones que nunca llegaré a satisfacer y que a ratos me acusan de haber perdido el tiempo. No sé si soy realmente quien debería haber sido. Hay tanto que voy dejando atrás. Tantos cromos que me faltan de pegar en mi álbum Vida y Color.
Continúo admirando montes imponentes que jamás llegaré a subir. Vistas de sabanas rubias en África. Auroras boreales en las noches de Islandia. Templos escondidos en las selvas de Camboya. Castillos españoles erigidos al cielo raso, sin ir más lejos. Todo lo quiero. Anywhere out of the world. Quiero llegar muy lejos, llegar muy alto pero sigo sentado aquí. Por mucho que nos animen a tomar acción, que nos cuenten que otros lo consiguieron, sabemos que lo más bello no se exhibe para que nosotros lo podamos alcanzar, cualquiera que sea su propuesta. Seguimos siendo unos pusilánimes que cómodamente desde la butaca del cine ven la película pero no comparten el protagonismo real de los personajes. Ellos son un mundo aparte.
Cada vez que pienso en cómo cantidad de situaciones deberían encajar con mis ensoñaciones pero no lo hacen, me apago y pienso que la vida es una putada. Es la imposibilidad de todo. ¿Es ingratitud por mi parte por no saber agradecer quien o cómo soy? Con tanta manifestación exhibiendo belleza y diversión por doquier, es lamentable que tengamos que conformarnos con tan poco. Uno se pregunta a santo de qué tenemos que asistir a decenas de tentaciones diarias que nos proponen una felicidad sublime y al final nada de nada. Tentaciones que nos inculpan de no querer participar con alegría y coraje, de nuestra torpeza y equivoco. Aprovechamos mal las oportunidades que nos brinda la vida. Las pocas victorias de las que podríamos jactarnos fueron presa fácil. Poca cosa que no serviría ni para escribir un libro. El resto, lo maravilloso, pasa por delante de nuestras narices sin saludar. A veces es una foto, sitio alejado de nuestras posibilidades de viaje. A veces la nubes, que nunca volverán a repetir su forma mientras arrastran el tiempo. Otras, un cuerpo guapo que no se percata de nuestra admiración cuando camina de frente. Caminos opuestos, predestinados a no encontrarse nunca. Somos igual que islas.  Cien impulsos nos asestan al cabo del día, cien impulsos reprimidos. Te aconsejo que camines cabizbajo para no ver.
De todo el infinito rango de direcciones que el espacio-tiempo presenta, solo hay un carril disponible y de uso obligado para cada uno. Una dirección que parece predeterminada. Queremos tomar otra ruta pero el miedo, la vergüenza, la moral dominante, la falta de recursos o el compañerismo nos lo impide. No somos valientes, y no lo somos porque serlo tampoco es garantía de conquista. Al final la culpa, a modo de excusa, se la echamos al sino, que nunca se adivina. Parecería que alguien se riera de nuestras intenciones. Sabemos que los sueños no deberían guardarse para otra vida. Es aquí donde necesitamos de su verdad. Por eso y mucho más, hay días en que no entiendo nada. Que mis obligaciones no obtengan mejor recompensa, me duele. La monotonía, la insipidez, la desidia, la apatía pueden conmigo.  - AllendeAran
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De cielos con incontables estrellas en noches glaciares
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jueves, 11 de mayo de 2017

"Hay un espectáculo más grande que el del mar, y es el del cielo; hay un espectáculo más grande que el  del cielo, y es el interior del alma” - Victor Hugo
“¡Nada es tan mío como lo es el mar cuando lo miro!”  - Elías Nandino

ACANTILADOS

Hay veces que uno intuye de antemano que un momento puede convertirse en un recuerdo agradable y perdurable en el tiempo. De hecho, soy uno de esos que andan a la caza de momentos excelsos cuando paseo a solas por la naturaleza. Mi instinto enseguida me dice donde uno puede dejarse seducir por el entorno, es decir, donde debe uno quedarse quieto, respirar y pensar en cómo no pensar, porque lo más genuino de la vida descansa delante, en un simple ahora que no presenta mácula alguna. Las ciudades, donde el ruido constante juega al despiste, no son generosas con este tipo de encuentros, por eso conviene hacer escapaditas, cuando el tiempo es favorable, a pasear por el campo, y si no se puede, por parques o playas. Dónde sea, cómo sea, pero fuera de la efervescente ciudad.
Aproveché un bonito día de mis vacaciones para hacer senderismo por los acantilados de Barrika. La primavera se estrenaba a primeros de abril con todo su potencial. Colores brillantes, profundos. Dejándome guiar por los sinuosos senderos al borde de los acantilados encontré un sitio acogedor, alfombrado de fresca hierba y salpicado de margaritas que se abría como una ventana sin encuadre a la inmensidad del cielo y el mar. Aunque apenas había empezado mi travesía y para nada estaba cansado, no quise perder aquel acogedor lugar. Había que descender unos pequeños escalones marcados por los pies de otras visitas. Por lo visto, no era el único a quien le atrajo el paraje. Así, una vez asentado ahí, pude otear la abundancia azulada del mar y el mismo cielo a plena luz del día despejado hasta el infinito. La brisa era refrescante. El calor amistoso. La luz transparente.
Una vez tomé asiento sobre un pedrusco liso, me quedé pensativo en qué debería pensar entonces. Me sentí igual que un rey que escudriñara sus dominios y luego se dijera así mismo, ¿Qué más quieres? Me encogí de hombros. Pensé que era momento para compartir con quien no tenía, momento para regalar a quien más quería. Aquello era una postal para enviar diciendo, ojalá estuvieras aquí, solo o conmigo. Podría haber hecho uso de las ventajas tecnológicas de hoy en día, enviar un foto a cualquiera de mis amigos, pero por mucho que quisiera nada iba a resultar tan auténtico como la verdad del mismísimo instante que solo tenía un dueño; Yo, el único que posiblemente sabía agradecer el encanto de un paisaje inmutable a través de los siglos.  Además, y respecto a mis amigos, no lo merecen. Ya muchas veces les he invitado a venir y una por otra, al final siempre solo, aunque tampoco tenga gran malestar ni resentimiento por ello. Con frecuencia, he abogado que es mejor pasear a solas. Pienso que todo el mundo debería hacerlo para tomar conciencia de la vida en su estado puro.
¿Por qué es tan difícil hacer entender a los demás esto, que hay lugares que nos revelan la propia existencia como si fuese inmortal? No hay nada que temer. La vida parece detenida en el tiempo. Y aun cuando se pueda mejorar este momento y al final se lo lleve el tiempo, sé que es lo mejor que va a sucederme a lo largo del día, y muy posiblemente de la semana. Eso se me constata no ahora sino cuando pasados unos meses o años me acuerdo de ello. Aquel día, me digo, en que descansé frente al mar iluminado de azul, el bramido de las olas al fondo del acantilado, alguna gaviota ingrávida en la lejanía. Cuánto espacio me cabía en la mirada. Y eso es cuanto quiero llevarme conmigo cuando me vaya de aquí. De esta manera, las reflexiones vienen y van. El resto es simpleza, mi respirar, el sonido, los aromas. Sentirse inmerso en el panorama, ser protagonista y, lo que es mejor, llegar a creer que el cuadro que me asiste me agradece incluso la curiosidad que le concedo.
Tras un largo recorrido de casi tres horas, llegué más tarde hasta la playa de Sopelana, fin del itinerario. Luego en casa, exhausto, me pegué una ducha y una buena cena. Y unos días después repetí, pero esta vez acompañado de una amiga, Bego. Más en forma de excursión, nos acercamos hasta los acantilados de Zumaia, muy reconocidos por sus paredes laminadas, el “flysch” que llaman. Las formas rayadas que forman las alturas de los acantilados y el suelo rocoso que descansa en la playa son un espectáculo extraño. Su rareza reside en las distintas capas que se fueron formando en el suelo de los océanos hace millones de años y que tras varios cataclismos continentales emergieron a la luz de la superficie terrestre. Ahora lucen a vista de todos unas murallas que semejan hojas gruesas de libros milenarios, épocas del pasado, unos 10.000 años por capa. Todas contienen elementos micro-fosilizados que narran los distintos cambios biológicos y ambientales a través de sus contenidos estratigráficos, señales geoquímicas, que tuvieron lugar millones de años atrás.  Las capas duras corresponden a periodos fríos y las capas blandas a periodos cálidos, por lo que sé.
A pesar del eficaz recorrido que hicimos por la playa y sus rocas, junto con la visita al pueblo, yo me he quedado con las ganas de volver para alejarme por las alturas de los acantilados yendo hacia Deba. Las variadas campas de abundante verde que ondulaban en la distancia y rincones frondosos de arbusto, me incitaban a seguir caminando, pero habría resultado demasiado cansino, no solo para mi amiga, que me convenció de desistir, sino también para mí, que ya habíamos empleado gran parte del día andando, y también confesar, que yo ya no soy un todo terreno.  -AllendeAran











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